Ad astra
Si tuviera que clasificar esta película, diría que pertenece a un género (o subgénero) bastante original: la ciencia ficción intimista. No lo inaugura porque, al menos, cuenta con antecedentes tan remotos como 2001. Una odisea en el espacio (aunque en este caso yo hablaría más bien de ciencia ficción filosófica…), y otros tan próximos como Passengers, a la que en su día dediqué un comentario en este mismo espacio. Acaso el film que acabo de mencionar tiene una mayor profundidad, en cuanto apela a los sentimientos humanos más básicos, como son la soledad y el amor. Pero Ad astra también nos hace reflexionar, en el sentido que voy a comentar más adelante, y tiene además otras grandes virtudes. Consigue, en primer lugar, transmitirnos la sensación de estar en el espacio, con una imagen impresionante, que recrea muy bien (al menos aparentemente) lo que debe de ser un viaje interplanetario. En segundo lugar, cuenta con interpretaciones magistrales. Por supuesto, el protagonista Brad Pitt, que es quizá el mejor actor de este momento, además de poseer un manifiesto atractivo, incluso creciente con la edad. Pero también Donald Sutherland, o Tommy Lee Jones, que hacen un trabajo excelente. Estas brillantes interpretaciones, así como el cuidado de la imagen, del retrato, contribuyen indudablemente a acercarnos a los personajes y entender su forma de pensar y su forma de actuar, lo que también, sin duda, es mérito del director, James Gray.
Pero como creo que ya saben mis lectores, siempre destaco que ninguno de estos aspectos de una película serviría de nada si no se combinan adecuadamente para el logro de un fin, que es transmitir “algo”. Y, en este caso, más allá de la concreta historia imaginada, mover a la reflexión. Diría, sin desvelar a mis lectores nada que pueda estropearles el interés de la película, que el film nos hace pensar en de dónde venimos y a dónde vamos; pero no -en absoluto- en el sentido habitual de si hay un más allá o si hemos sido creados, sino más bien en un sentido mucho más cercano, que considera a la humanidad como especie, pero también interpela a cada persona. Y ello nos remite, por un lado, a los padres, en quienes, en lo bueno y en lo malo, siempre tendemos a reconocernos a nosotros mismos. Y ahí la pregunta es si realmente, frente a ese determinismo genético, somos dueños de nuestro destino. Y por otro lado, a nuestro imparable deseo de ir más allá, de descubrir otros mundos, de conocer a otros seres, probablemente muy diferentes, pero en el fondo iguales a nosotros. Un deseo que yo creo que también está inserto en nuestros genes de especie nómada, pero que acaso se intensifica hasta la patología en personas concretas…
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