La Constitución de 1931
Apenas tres días después de conmemorar los 43 años de nuestra vigente Constitución de 1978, llegamos a la fecha en la que la Constitución de la Segunda República cumple exactamente noventa. Ya escribí sobre la República hace unos meses, con motivo de las nueve décadas de su proclamación, y hace menos hemos conmemorado idéntico aniversario de la aprobación del sufragio femenino, un hito histórico de trascendencia incuestionable. Pero como anuncié, la Constitución merece un comentario especial, aunque la limitación del espacio me obligue a ser casi telegráfico. Conviene empezar por sus numerosas “luces”: estableció al fin un Estado laico, fue enormemente avanzada en el reconocimiento de derechos económicos, sociales y culturales (aspecto en el que apenas tiene como precedentes la Constitución mexicana y la de Weimar), creo el Tribunal de Garantías Constitucionales, primer Tribunal Constitucional de nuestra historia y tercero del mundo, y ensayó un nuevo modelo de distribución territorial del poder, el llamado “Estado integral”, en realidad un Estado regional que sirvió como modelo dentro y fuera de nuestra fronteras. Todo ello además del sufragio universal masculino y femenino, que se haría efectivo en las elecciones de 1933. Los principios de libertad, igualdad y democracia se convertirán en los pilares principales del sistema.
Desde luego, también hay que apuntar algunas “sombras” aunque en parte no se derivan solo de la Constitución, sino de su aplicación no siempre muy atinada. Así, junto al principio laico, la Constitución contenía un polémico y absolutamente innecesario artículo 26 que, suprimiendo implícitamente algunas órdenes religiosas, encendió la mecha del anticlericalismo. Tampoco el modelo regional funcionó correctamente ni sirvió para afrontar las tensiones centrífugas, sobre todo en Cataluña, y el tribunal Constitucional apenas pudo hacer nada en este y otros aspectos. El diseño del Ejecutivo dual propio de una República parlamentaria resultó confuso y generó dudas importantes que contribuyeron a la tensión entre poderes y al deterioro de la propia República con la controvertida destitución de Alcalá-Zamora en 1936. Y no digo nada del republicano en sí, porque si bien en su sentido sustantivo de reconocimiento de la ciudadanía y valores democráticos es incuestionable, la historia demuestra que se puede llegar al mismo resultado con una monarquía parlamentaria, que no es cualitativamente inferior en ningún aspecto. En realidad, y como ya he escrito, creo que en cualquiera de sus indudables aspectos positivos, la Constitución de 1931 es superada con creces por la de 1978. Ello no obsta a que resulte particularmente útil e importante, incluso para entender nuestra realidad actual, su estudio, como acaba de hacer una excelente obra coordinada por mis colegas Joan Oliver y Agustín Ruiz Robledo, en la que me honra haber participado. En suma: oportunidad de su conocimiento y estudio científico y objetivo, toda; nostalgia, ninguna. Lo que no quita para que 1931 esté, con otras fechas como 1812 o 1869, ubicado como momento clave en nuestra historia constitucional, esencial para reconocer (y en parte “construir”) nuestra identidad democrática. La diferencia es que esas fechas quedan en parte como el recuerdo de “lo que pudo ser y no fue”, a diferencia de 1978, que inaugura un régimen inequívocamente democrático y verdaderamente estable y duradero.
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