Igualar por abajo
Esta misma semana, el BOE ha publicado el Real Decreto 984/2021, de 16 de noviembre, que regula la evaluación, promoción y titulación en los distintos niveles educativos. A mi juicio, es una nueva vuelta de tuerca en la tendencia, cada vez más intensa, a arrinconar el mérito y el esfuerzo como criterios importantes para considerar el progreso de los alumnos, y sustituirlos por unos genéricos y globales parámetros sobre la adquisición global de competencias, facilitando hasta el extremo la superación de los distintos niveles educativos, con casi total independencia del rendimiento académico demostrado. Por ejemplo, en secundaria, “los alumnos y alumnas promocionarán de curso cuando el equipo docente considere que la naturaleza de las materias no superadas les permite seguir con éxito el curso siguiente y se estime que tienen expectativas favorables de recuperación” (art. 11.2), y “la permanencia en el mismo curso se considerará una medida de carácter excepcional” (art. 11.4), y el título se obtendrá, sin exigencias específicas sobre la superación de materias, por quienes “hayan adquirido, a juicio del equipo docente, las competencias establecidas y alcanzado los objetivos de la etapa” (art. 16.1); y todavía, quienes no logren obtenerlo, podrán hacerlo en los dos siguientes años “a través de la realización de pruebas o actividades personalizadas extraordinarias de las materias que no hayan superado”. E incluso el título de bachillerato podrá obtenerse -aunque en principio excepcionalmente- sin superar una materia.
Es evidente que todos compartimos el objetivo de luchar contra el fracaso escolar, pero la solución no puede ser ocultarlo, disimularlo o enmascararlo en fórmulas que, de forma artificial, propician la superación de los distintos niveles sea cual sea el resultado de aprendizaje. También cabe rechazar un espíritu hipercompetitivo, o implantar niveles de exigencia tan rigurosos que puedan afectar al desarrollo integral de los alumnos… Pero de ahí a casi borrar del proceso formativo la idea de que es exigible que los alumnos demuestren haber adquirido determinados conocimientos para la superación de los distintos niveles, media un abismo. Es un error olvidar que el objetivo central de la formación -y sobre todo de la escolar- es el aprendizaje y la formación, la adquisición de conocimientos teóricos y prácticos y la transmisión de valores; y tratar de sustituirlo por otros relacionados solamente con el bienestar, los afectos y los sentimientos, sin que yo vaya a afirmar jamás que esos aspectos son despreciables. Y es un error mucho más grave tratar de eliminar las diferencias entre alumnos, basadas en su mayor o menor demostración de un rendimiento, por un igualitarismo mal entendido que parece imponer la idea de que para que nadie se quede atrás, mejor que nadie dé un paso o destaque. Esa falsa igualdad provoca la peor desigualdad: solo unos pocos tendrán acceso a formas de enseñanza que pongan en el centro el aprendizaje. La mayoría de los profesores hemos sabido siempre que un aprobado general, más allá de una inmediata y aparente satisfacción entre los alumnos (mejor dicho: algunos alumnos), sería la peor firma de desincentivar y desestimular el aprendizaje.
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