Política y justicia
El carácter materialmente político de gran parte de los conflictos que ha de resolver la justicia constitucional (y, más ampliamente, de muchos de los conflictos judiciales) ha sido conocido y destacado tradicionalmente. Hace décadas lo pusieron de relieve por ejemplo Otto Bachof o Gerhard Leibholz; este último decía que corresponde a la jurisdicción constitucional la solución de los conflictos jurídicos sobre materia política. Al menos desde Hans Kelsen, la inmensa mayor parte de los juristas hemos creído que es verdaderamente posible dar esa respuesta jurídica a problemas políticos. En mi opinión, eso no significa que esa respuesta jurídica resuelva siempre el problema político subyacente, pero sí al menos el problema jurídico. Puede que los problemas políticos requieran soluciones políticas, que muchas veces conllevan precisamente la reforma de las normas jurídicas, o incluso de la Constitución. Eso -sin perjuicio de argumentos que puedan darse sobre la mayor o menor conveniencia- es perfectamente legítimo, siempre, desde luego, que se respeten los procedimientos de reforma.
Nada de esto es nuevo, pero en este país se viene abriendo desde hace años una corriente que pretende a mi juicio desandar lo andado, afirmando que cuando la respuesta jurídica no resuelva el problema político subyacente, debe evitarse esa respuesta, o ser rechazada. O ya, en el caso extremo, deslegitimar a los propios tribunales que han dado esa respuesta; y además, no con argumentos jurídicos, sino por el mero hecho de haberla dado. Comenzaron algunos hace años cuestionando la sentencia del TC sobre el Estatuto de Cataluña de 2006, que recayó en el año 2010. Al parecer, el Tribunal Constitucional no debería haber entrado, o en definitiva debería haber declarado al Estatuto plenamente constitucional, dado que la inconstitucionalidad no resolvía, sino más bien agravaba -siempre según estas tesis que no comparto- el problema político, máxime cuando esta norma contaba además con la ratificación popular en Cataluña. Desde ahí hemos llegado a este momento en el que se propugna (incluso desde el Gobierno) la llamada “desjudicialización de la política”, que en definitiva conlleva la “desactivación” por todos los medios al alcance, de todos los procesos judiciales, abiertos o incluso juzgados con sentencia, que tengan cualquier relación con el llamado “proceso independentista”. Pero eso sería, en realidad, el triunfo del poder sobre el derecho. Y eso es exactamente lo contrario de lo que significa el Estado de Derecho, en el que el poder se somete al derecho. Por eso, en un Estado de Derecho, la aplicación de la ley no es negociable políticamente. Saltarse esa regla es saltar al abismo.
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