Objetividad… y justicia

Cualquiera puede comprender que los profesores somos, por esencia, uno de los colectivos que estamos llamados a valorar y evaluar cotidianamente a otras personas: exámenes, trabajos, evaluación continua, tribunales de todo tipo de trabajos. Pero quizá sea menos conocido en la sociedad el hecho de que también somos, probablemente, uno de los colectivos más evaluados, y específicamente en el ámbito universitario: varias acreditaciones en la vida académica, los propios tribunales a los que hemos de acudir periódicamente (tesis, acceso a las diversas categorías de profesorado, calidad de la docencia, sexenios… convierten la evaluación del profesorado universitario en algo permanente). En ambas vertientes, si tuviera que resumir con una sola idea la evolución que han experimentado estos procesos durante los últimos tres o cuatro decenios, esta sería la tendencia a la objetivación de la evaluación. Cualquiera puede pensar que esta tendencia es positiva, pero, si se mira más despacio, creo que la “valoración de la evaluación” que actualmente hacemos (¡y padecemos!) ni mucho menos es tan favorable. Primero, porque la objetividad tiene sentido si sirve para garantizar una evaluación más justa, pero no siempre es así. Por poner un ejemplo extremo -al que todavía no hemos llegado- adjudicar los sobresalientes, o los aprobados, o las plazas de catedrático o lo que sea, por sorteo, sería un método indudablemente objetivo, ya que no deja ni un resquicio a la apreciación subjetiva o discrecional de los evaluadores; pero todos convendríamos en que sería tremendamente injusto. Por la misma razón, un cierto margen de subjetividad no es negativo, sino que puede resultar incluso conveniente o favorable si contribuye a obtener la solución más justa.

Porque sin llegar al extremo mencionado, si vivimos cotidianamente situaciones en las que a los profesores no se nos valora por la calidad, originalidad o interés de nuestra obra, sino teniendo en cuenta el número de páginas que esta tiene, y sobre todo el lugar que ocupa la revista o la editorial que la ha publicado en algunos concretos ránquines que alguien considera como únicos admisibles, pasando este criterio a resultar absolutamente preponderante. En cuanto a la evaluación de los alumnos, cada vez más consiste en medias aritméticas obtenidas en hojas de cálculo, respecto a una serie de actividades varias y datos aparentemente objetivables, que a veces se relacionan más con su actitud que con su aptitud. Y así es como hemos llegado a una especie de evaluación “al peso” que, en términos generales y desde la perspectiva de la justicia, no me parece mejor que la que practicábamos hace décadas. Y no niego en absoluto que pudieran producirse algunos excesos o incluso “cacicadas”, pero en general el margen de discrecionalidad -y sí, también de subjetividad- resultaba favorable. Sin ese margen, por ejemplo, la cruel aritmética puede provocar un suspenso con un 4,9, pero no conozco a ningún profesor que, si tiene que valorar globalmente el rendimiento de un alumnos teniendo en cuenta todos los factores, sin llevar a cabo complejas medias aritméticas, sea tan preciso -¡y tenga tan “mala leche”!- como para decantarse por ese resultado… Una vez más, erramos al creer que el software, el algoritmo o cualquier otro sistema contrastadamente objetivo son superiores a nosotros, ya que les faltan algunas de las más importantes cualidades humanas: empatía, sensibilidad, equidad y, en resumen, la capacidad para determinar la solución justa caso por caso. Por este camino, pronto los jueces también serán innecesarios, ya que nuestros conflictos serán resueltos por complejos algoritmos…

 

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