Lima
Conviene viajar a Lima sin demasiadas pretensiones. A diferencia otras ciudades que enamoran a primera vista –incluso en el mismo Perú-, a mí Lima me ha ido atrayendo poco a poco. Si llegamos con grandes ilusiones y esperanzas, acaso volvamos decepcionados. Si no le pedimos mucho, esta ciudad sabrá recompensarnos cumplidamente con no pocos encantos y sorpresas. Por eso conviene asumir que viajamos a una ciudad enorme, caótica, gris y desangelada, compuesta por una enorme masa de edificios, en su mayoría absolutamente anodinos, separados por calles más bien desordenadas -y repletas de un tráfico rodado sencillamente disparatado-, configurando un lugar que alberga de forma abigarrada a ocho millones de personas, sin una comunicación interna funcional, cómoda o razonable.
Si aceptamos esta imagen previa, que es cierta pero también parcial, descubriremos con sorpresa el atractivo de un centro histórico pequeño pero precioso, con una de las plazas coloniales más atractivas del continente y no pocas iglesias y edificios valiosos y bien conservados; de un barrio chino muy llamativo y con restaurantes bien interesantes; de modernas zonas residenciales y de servicios, no exentas de cierto estilo y elegancia, como Miraflores o Barranco; de una gastronomía variadísima y muy selecta, desde los ceviches hasta las carnes en mil y una formas; de un amplio elenco de atractivos culturales, sin descartar la cantidad de locales en los que uno puede deleitarse con música y bailes tradicionales, bien sean criollos o –como es mi preferencia- los inolvidables y profundos sones andinos, que llegan al corazón y relajan el alma. Y cómo no, descubriremos que es posible aprovechar la visita para hacer compras de calidad a precios más que razonables, sobre todo en el terreno de la artesanía y en el de las pieles de alpaca o vicuña, de extraordinaria categoría. Pero cada uno tiene su debilidad, y a mí lo que más me gusta de esta ciudad es su línea costera, un tramo de varios kilómetros de playas prácticamente desiertas y abandonadas, porque parece que Lima no quiere mirar a su mar, a ese Pacífico infinito y siempre gris, que se funde con un cielo del mismo color, siempre cubierto a pesar de que nunca llueve, en una soledad impresionante, sólo rota por algún que otro surfista y bastantes pelícanos…