Lenguaje elegante
Cuando en cualquier curso o programa me toca dar pautas sobre metodología de la investigación, o sobre el mejor modo de enfocar un trabajo de investigación o un dictamen jurídico, siempre insisto mucho en la importancia de un lenguaje correcto. Por supuesto, esto pasa, en primer lugar, por aplicar adecuadamente las normas de la ortografía y la gramática, lo que lamentablemente es mucho menos frecuente de lo que cabría pensar. La utilización de los signos de puntuación, y especialmente de las comas, parece para algunos algo que queda fuera de su alcance. Y estoy hablando ya de un nivel de postgrado… Y aunque estos déficits son difíciles de corregir a ciertas alturas, siempre se puede y debe mejorar, así que recomiendo, antes de cualquier otra bibliografía, acudir a los varios diccionarios de la RAE, la Ortografía, la Gramática, y cualquier libro (o web) oficial o fiable que nos ayude a resolver nuestras dudas, y por tanto a escribir (y a hablar en futuras ocasiones) más correctamente. Ayer mismo establecí un sistema de fuentes específico para quien escribe derecho, que era primero la ley de Dios, luego la RAE, y después la Constitución, aunque no sé si todos captaron la broma. Dicho esto, además de la pura corrección conviene buscar también dos objetivos importantes, y creo que muy relacionados entre sí: la claridad y la elegancia. Del primero hablaré otro día, al hilo de alguna publicación reciente sobre el tema; hoy me voy a referir a la elegancia.
A la elegancia en el lenguaje se llega, primero de todo, desde la sencillez. Por supuesto, hay estilos, y alguien puede sentirse más próximo al Barroco, pero a mí me gusta más el Renacimiento… Pero aun admitiendo que alguien puede preferir el estilo azoriniano de frases cortas, y otros la redacción de alguna novela de García Márquez o Cela de frases eternas o falta de puntos y aparte -que siempre tienen una justificación en términos de lo que se busca transmitir-, cuando hablamos del lenguaje jurídico habitualmente es más conveniente el primero. Sin embargo, muchos juristas tienden, por razones que convendría analizar, a utilizar un lenguaje recargado y farragoso, acaso buscando dar más importancia aparente a lo que se dice. Por eso hace tiempo que he identificado, entre otras, tres destacadas patologías del jurista. La primera, la que llamo “mayusculitis”, es decir, la tendencia irrefrenable a poner con mayúsculas muchas palabras, aunque no exista justificación lingüística alguna para ello, por ejemplo quienes escriben “Estado Social y Democrático de Derecho”; la segunda, el “mismismo”, que es la utilización abusiva de “el mismo” o “la misma”, en lugar de expresiones más directas y sencillas, como “este” o “esta”. La tercera, que en cierto modo engloba a la anterior, es “la perifrasitis”, es decir, el gusto por decirlo todo de forma más larga y enrevesada, cuando existen fácilmente alternativas. Todo eso me parece muy poco elegante.