Legitimidad y coacción
La característica esencial del Estado es la posesión del monopolio del uso legítimo de la fuerza. Dejando a un lado el caso de legítima defensa, nadie que no sea el Estado puede ejercer la coacción, ni siquiera para la tutela de sus propios derechos. Por eso la realización arbitraria del propio derecho es un delito, que en el caso español está contemplado en el artículo 455 del Código Penal, que castiga al que “para realizar un derecho propio, actuando fuera de las vías legales, empleare violencia, intimidación o fuerza en las cosas”. Pero los derechos no quedan desprotegidos porque el propio Estado de Derecho, y en particular el Poder Judicial, apoyará al que quiere hacer efectivo su derecho, utilizando, si es necesario, la coacción. Coacción que puede ser psicológica (la mera amenaza del ejercicio de fuerza) o propiamente física, lo que dependerá del grado de resistencia de las personas que puede ser objeto de esa coacción legítima. Ningún Estado puede mantenerse –ni se ha mantenido nunca en la historia- sin la posibilidad de ejercer la fuerza, e incluso sin su ejercicio efectivo, prácticamente cotidiano. Cada día se producen detenciones, desahucios, o las fuerzas de seguridad impiden físicamente el acceso de determinados lugares. Tan importante es la coacción como medio para que el Estado pueda imponer el derecho, que una de las acepciones de “coacción” en el Diccionario de la Lengua Española es la de “Poder legítimo del derecho para imponer su cumplimiento o prevalecer sobre su infracción”.
Pero también es verdad que ningún Estado podría sostenerse solo con la fuerza física. El cumplimiento espontáneo de la ley debería ser la regla general, ya sea porque hay una convicción más o menos generalizada de su justicia, ya porque el principio del respeto a la ley, sea cual sea su contenido, se ha asentado en la ciudadanía, o simplemente porque se teme la sanción en caso de incumplimiento. En la práctica, estas tres motivaciones estarán más o menos presentes en cada caso, pero su combinación debería ser habitualmente suficiente para que se produzca la obediencia al derecho. Carlos Santiago Nino destacó la importancia que tiene el respeto y el cumplimiento espontáneo de la ley en el desarrollo de las sociedades. Y mucho antes, Weber ya había hablado de la dominación legítima como la probabilidad que tiene un poder de ser obedecido. Cabe distinguir la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio, y aquí siempre se pone como ejemplo de legitimidad perdida la del partido nacional socialista, que accedió al poder en Alemania en 1993 tras vencer en las elecciones. También puede darse el caso de que un poder legítimo apruebe una norma que no lo sea, a la cual no se debe obediencia. Y es que, dejando al lado incluso la subjetiva cuestión de la justicia, solo las normas válidas obligan. Así que si dos poderes, en principio legítimos, dan a la misma población mandatos contradictorios, antes de utilizar los posibles criterios para resolver las antinomias, hay que ver si una de ellas es nula, por ejemplo por contradecir a otra superior. De lo cual no habrá duda si ha sido declarado por quien tiene legítimamente la competencia para hacerlo. Durante años he explicado esto intentando que resulte ameno, próximo, y que los alumnos sientan que les puede afectar. Ahora, me temo que por desgracia, esto último es innecesario. Pero en las sociedades maduras y civilizadas, no hace falta que los ciudadanos sean expertos en derecho para entender que deben obedecer las normas válidas emanadas por el poder legítimo, y no las nulas.
(Fuente de la imagen: https://www.elconfidencial.com/espana/2017-07-15/una-medalla-al-ano-el-guardia-civil-mas-condecorado-es-un-oficinista_1415565/)