El Fiscal General del Estado
Hace años se viene debatiendo si un responsable político debería dimitir en todo caso ante cualquier imputación formal de un ilícito penal, o hay razones que justician un análisis más detenido que permita valorar otras circunstancias. En cambio, si nos referimos al Fiscal General del Estado, me parece que la conclusión es mucho más contundente: una vez formalizada esa investigación por el Tribunal Supremo, no cabe otra opción que no sea la dimisión. Y ello por la peculiar posición que ocupa esta figura. La persona que desempeña este cargo está en la cúspide del Ministerio Fiscal, que tiene constitucionalmente la misión de “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”. Aun no formando parte del poder judicial, se comprende que su papel es fundamental para el adecuado funcionamiento de la justicia. En su actuación debe respetar los principios de imparcialidad y legalidad, aunque también ha de seguir los de unidad de actuación y dependencia jerárquica. Puede resultar paradójico o casi contradictorio con lo anterior que la propia Constitución encomiende al Gobierno el nombramiento del Fiscal General del Estado, pero el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal regula con cierto detalle los posibles conflictos, y la manera de actuar y resolverlos en cada caso.
Es verdad que, desde siempre, los Gobiernos se han resistido mal a la “tentación” de nombrar Fiscal General del Estado a alguien a quien consideran más o menos “próximo” en términos políticos. Pero en los últimos años la degeneración de esta figura ha crecido imparablemente. Desde aquel “¿la fiscalía de quién depende? Pues ya está” todo ha ido a peor. El actual FGE no tuvo reparo en publicar informaciones obtenidas en virtud de su cargo para perjudicar a un ciudadano y justificar políticamente al Gobierno, y esto (presuntamente) es un delito de revelación de secretos. En el proceso en el que se va a enjuiciar ese delito será parte la fiscalía, es decir, alguien subordinado jerárquicamente en el momento actual a la persona investigada. No parece admisible en términos éticos, estéticos y políticos, y sería un daño irreparable para la institución, en el contexto de un proceso de degeneración generalizado, del que en este momento es máximo responsable el Gobierno actual, que además se ha permitido pronosticar que la actuación judicial “acabara en nada”. Bochornoso todo.