El alumno hispanoamericano
Una aclaración sobre el título de esta semana. Escribo “alumno”, y no “alumnado” porque esta última es una palabra que tiene otro sentido, se refiere a un conjunto, usualmente se utiliza para satisfacer el estúpido propósito de algún burócrata temeroso de carecer de perspectiva de género, y su uso en este artículo tergiversaría todo el sentido que yo le quiero dar. “Alumnado” es un colectivo, no tiene espíritu ni alma, no alude a cada persona, y es a cada persona (obviamente, a cada hombre y a cada mujer) a quien quiero dedicar este último “miradero” de la temporada. Y, desde luego, escribo hispanoamericano porque es el término más preciso para el caso (a esto ya dediqué monográficamente su propio miradero en su día). Y un último comentario previo: toda generalización puede ser injusta en un sentido o en otro, pero lo que voy a escribir, aunque pueda tener sus excepciones, está basado en muchos años de experiencia personal.
Pues bien, he tenido seguramente miles de alumnos hispanoamericanos en postgrados, y algunos también en el grado. He tenido incluso algunos alumnos que, además de la nacionalidad de su país, tienen la española, lo cual es una de esas maravillosas fortunas que la vida, a veces el origen o ius sanguinis, y el derecho, permiten. Y si tuviera que destacar tres características bastante comunes, me referiría a la cultura, la educación, y ese respeto cariñoso o afectuoso. La primera suele ser notoria, al menos en los alumnos que yo he tenido: hay un cierto conocimiento de historia, arte, literatura, filosofía o pensamiento político, que suele estar por encima de la media del alumno español. Pero la segunda es todavía más destacada. Hay una educación profunda -mucho más importante que el conocimiento- que se traduce en un saber estar, en un posicionamiento habitualmente ubicado en un equilibrado punto medio entre la timidez y la osadía, entre el respeto y la confianza. Y esta idea se relaciona con la tercera característica, que es esa magnífica combinación de respeto y afecto, al menos en la relación con el profesor. El alumno reconoce la posición del profesor (que no es, ni mucho menos, superior, pero sí la de alguien que puede aportar algo relevante a su formación personal) pero no por eso marca esa distancia, no sé si tímida, huidiza o fruto de una ruptura generacional, que vemos con cierta frecuencia en otros casos. El resultado de todo esto es que resulta muy agradable poder hablar de tantos y tantos temas con personas que pueden tener 30 años menos, y percibir su interés, su deseo de participar activamente en la conversación, y sobre todo ese agradecimiento sincero que a veces explicitan y siempre demuestran, y que es, sin duda, la mejor recompensa para un profesor vocacional. Va por muchos y muchas, pero este curso va por Roberto, Victoria, y Olga.