Despiértenme las aves
Nunca he sido muy dado al corporativismo, y por otro lado, siendo realista, es evidente que en mi profesión, como en todas, hay de todo: gente más trabajadora, y otra más dada a implicarse lo justito, o a buscar e intensificar los momentos de holganza. Pero puedo decir muy claramente que la media general está muy alejada de cierta idea relativamente extendida de que los profesores tenemos unas larguísimas y tranquilas vacaciones, que coincidirían con las de los alumnos. No es solo que exámenes, tefegés, tefeemes, tesis y demás, prolongan la actividad de la mayoría. Es también que, más allá de la actividad docente, suele existir una actividad investigadora y de trasferencia, más o menos extensa, que a más de uno nos ha tenido no pocos veranos enfrascados, sin vacaciones o con estas mucho más abreviadas de lo que cabría esperar: la propia tesis, las mil y una acreditaciones, los concursos para el acceso a las más variadas categorías de la carrera universitaria, alguna conferencia que aceptamos en un momento de debilidad, aquel trabajo para la obra colectiva que hay que entregar y ya no puede esperar más, o la corrección de pruebas para que el libro salga a tiempo, entretienen de forma más o menos intensa, según los casos, nuestro período estival. Así que noches de canícula y mosquitos alrededor del flexo no son infrecuentes, y a veces se obstinan en cerrar el paso a las de relajación, paseo o fiesta.
Dicho lo anterior… si al menos el ritmo de la docencia y de las mil y una gestiones burocráticas baja realmente, cabe aspirar a la ansiada tranquilidad. Y aunque no creo que lleguemos al nirvana, sí al menos se puede confiar en disfrutar de una vida algo más retirada, menos preocupada por las cosas cotidianas, en la que todo se relativice. Y mientras paseo cerca del mar o por el monte, escuchando gaviotas, chovas, colirrojos o jilgueros, pueden resonar también en mi cabeza (ya saben mis lectores la utilidad que le doy a haber aprendido poesías de memoria) aquellos versos de Fray Luis: “Despiértenme las aves,/ con su cantar sabroso no aprendido/ no los cuidados graves/ de que es siempre seguido/ el que al ajeno arbitrio está atenido”. Y es entonces cuando se comprende perfectamente que la verdadera felicidad no depende del reconocimiento de los demás, sino que nace como consecuencia de haber logrado experimentar la satisfacción de la paz interna, como se apunta en la misma Oda: “¿Qué presta a mi contento/ si soy del vano dedo señalado/ si, en busca deste viento/ ando desalentado/ con ansias vivas, con mortal cuidado?” Tranquilas vacaciones a quienes las inician en estas fechas.