Caminando hacia Santiago
El camino es, casi siempre, más importante que el destino. Pero no tiene sentido caminar sin un destino. Esa es, entre otras, la diferencia entre el caminante y el peregrino, ya que este último va a un lugar concreto y con un propósito determinado. En realidad, más que de un destino, habría que hablar de una meta, que puede ser un lugar, pero también un reto físico, mental, psicológico o espiritual. A veces, ni el propio caminante conoce esa meta, o bien surge en el propio camino. Dicen que todos los caminos llegan a Roma, pero en España (y también en buena parte de Europa) muchos caminos llegan a Santiago. Desde Cádiz o Huelva, desde Valencia o Barcelona, desde Irún, Roncesvalles o La Junquera, se puede “hacer el camino” a Santiago; y también, desde luego, desde París, Milán o Ginebra. Por supuesto, el camino de Santiago, en su variante de Levante, atraviesa nuestra ciudad de Toledo, y no sé si todos los que pasean por la llamada “senda ecológica” saben que están haciendo un tramo. Todo ello nos ofrece una oportunidad excepcional de caminar con una meta. No importa si se va a llegar a Santiago, no importa tampoco la motivación concreta de cada caminante: seguir la flecha amarilla (si puede ser en etapas que nos exijan cierto esfuerzo y nos hagan conocer el cansancio) nos hace partícipes de una historia multisecular, compartida por millones de personas desde que el rey Alfonso II, primer peregrino a Santiago, iniciara desde Oviedo lo que hoy conocemos como “camino primitivo”. Caminar y caminar siguiendo el símbolo de la vieira nos da nuestra pequeña cuota de protagonismo en la historia de España, de Europa y de eso que algunos llaman “Occidente”.
Seguir el camino nos permite comprender que, como en la vida, vamos avanzando paso a paso. Que no debemos tener prisa, pero sí perseverancia, constancia, y una voluntad firme de alcanzar nuestros objetivos. Que, solo por seguir ese objetivo, vamos a poder conocer pueblos a los que, de otro modo, jamás habríamos ido; tratar con personas con las que jamás habríamos hablado; visitar iglesias y ermitas que nos descubren el inmenso patrimonio cultural y espiritual de nuestra tierra, y de algún modo nos van recordando nuestro propósito último; disfrutar de espectaculares paisajes que nos hacen valorar la belleza de la naturaleza, que no nos pertenece, sino a la que nosotros pertenecemos. El verdadero peregrino comprenderá además que el camino, como la vida, tiene también otros momentos menos gratos, monótonos y más duros. Y los asumirá como parte del todo, como medio para alcanzar ese objetivo representado en el Apóstol, pero que en realidad es la luz que queremos que ilumine nuestra vida.