Aulas vacías

Aulas vacías

Mis lectores más asiduos recordarán no pocos artículos sobre mi vocación y mi gusto por el mundo académico y universitario. Me siento muy afortunado de que mi profesión sea, mucho más que eso, una actividad que amo, y me cuesta entender la frustración o desaliento que otras personas sienten por su trabajo. Pero no se crean, nada de esto significa que la vida universitaria sea un camino de rosas o una balsa de aceite. Hay no pocos inconvenientes y sinsabores. Lo que pasa es que opto (o intento optar) por recordar lo bueno y olvidar lo que no lo es tanto. Y si me quedo con ello, uno de los grandes lujos de mi trabajo, aparte de otras cosas que a veces les he contado, es su sede. Estar cada día en un complejo conventual histórico-artístico tan maravilloso como el formado por el conjunto San Pedro Mártir-Madre de Dios es un privilegio.

No soy un experto en historia, arte ni literatura, pero soy gran aficionado a todas estas ramas del conocimiento, y después de haber leído todo lo que he localizado sobre estas facetas del espléndido edificio que ocupa mi Facultad, creo que disfruto más su valor. Algún “miradero” he escrito sobre estos aspectos, que también he trabajado para elaborar una “visita virtual” fotográfica al edificio, que preparé hace algunos años. Además, no dejo de aprovechar la ocasión de mostrarlo a alumnos o profesores visitantes, porque, al igual que sucede en su conjunto con nuestra inigualable ciudad de Toledo, uno, aunque no tenga mérito personal en su valor, no puede dejar de estar orgulloso del recinto que acoge la parte más importante de su actividad profesional. Desde luego, uno de los atractivos del lugar es que el trasiego de profesores y alumnos le da habitualmente una vida muy animada. Sin embargo, cuando, ya acabado el curso y las múltiples actividades académicas posteriores (¡ustedes no se imaginan cuántas!) un día paso por la Facultad semivacía, y en un momento de tranquilidad me quedo contemplando los claustros, mi despacho o las aulas vacías… todos estos espacios me hablan y me recuerdan las historias vividas, las enseñanzas transmitidas, las conversaciones intensas, las explicaciones y tutorías; y entonces las propias columnas, los arcos, las piedras, me recuerdan que ellas mismas, por su valor, pero sobre todo por las historias a las que han servido de marco, forman parte muy importante de mi vida desde hace tres décadas. Y me resulta imposible no pararme a pensar en lo afortunado que soy por haber vivido todas esas experiencias en este recinto único.