Es caótica. Es sucia, a veces incluso maloliente. Es muy ruidosa. Tiene un enrevesado sistema de transporte público, uno de los metros más limitados de Europa (mejor no seguir excavando, siempre se encuentra algo…), y sus calles son una auténtica jungla urbana. Ser peatón en Roma es un deporte de riesgo, sobre todo para los no romanos, acaso por eso es una ciudad tan católica (antes de cruzar, mejor rezar). Los romanos, peatones y conductores, se entienden entre ellos por una especie de radar que les permite comunicarse y enviarse avisos que los demás no percibimos. Los demás cometemos el grave error de intentar cruzar cuando nuestro semáforo está en verde. Pero hay tantos encantos, que nada de esto importa. Enumerarlos aquí sería imposible, y además son ampliamente conocidos. Pero puedo decir que un paseo por el Coliseo y el foro es un auténtico viaje en el tiempo en el que el esplendor del mayor imperio de la Historia se puede tocar; las iglesias del máximo nivel artístico son centenares, la basílica de San Pedro deja boquiabierto a cualquiera, y es fácil emocionarse y casi llorar contemplando la perfección de “la Pietà” o la fuerza expresiva del “Moisés”.

 

A Roma hay que quererla tal y como es. Con sus virtudes y con sus defectos. Éstos son, como acabo de apuntar, muchos y notorios, pero todos se perdonan porque sus atractivos y sus encantos la hacen absolutamente irresistible. Y cuando se comprende que es la mejor, que ninguna otra puede competir con ella, entonces hasta los defectos gustan y pasan a formar parte del mismo atractivo de la ciudad. Roma es esa señora vieja y curtida de arrugas, inteligente y pícara, que está ya un poco por encima del bien y del mal, pero que muestra con descaro una belleza que fue exuberante en el esplendor de su juventud; y aunque acaso ese atractivo parece ya un poco trasnochado o marchito, no por ello es menos evidente. Y esa picardía y el desapego e indiferencia que muestra con sus propios encantos, que en otra serían características negativas, se convierten entonces en elementos que realzan la hermosura romana, porque son consecuencia de una sabiduría acumulada casi desde la misma eternidad.