Derecho al insulto

¿Naturalizar el insulto?

Si me tuviera que dedicar a aclarar, puntualizar o rectificar, todas las afirmaciones que nuestros responsables políticos hacen y que son cuestionables o incorrectas desde una perspectiva constitucional, no escribiría de otra cosa. Pero lo que dice un vicepresidente del Gobierno, en una comparecencia que hace en tal condición, y desde la Moncloa, tiene un carácter oficial y una relevancia especial. Y en los últimos días hemos escuchado afirmaciones que, basándose en medias verdades, vienen a tergiversar los derechos fundamentales, y que se enmarcan en una tendencia a desvirtuar su sentido. Estos nacieron como derechos del ciudadano frente al Estado, pero parece que ahora se invocan  exactamente al revés, como derechos de los poderes públicos ante los ciudadanos. Es verdad que esa configuración inicial de los derechos ha ido evolucionando, y hoy se reconoce de forma casi generalizada la posibilidad de ejercicio de los derechos frente a particulares; e incluso, en algún supuesto como la tutela judicial efectiva, la titularidad por parte de entidades públicas. Además, y por supuesto, como personas físicas, los titulares de los diversos poderes públicos tienen libertad de expresión. Pero para los poderes públicos (que lógicamente se “expresan” a través de personas físicas), esa libertad no puede invocarse como tal. Por ello, no me parece admisible reclamar el “derecho” de los miembros del Gobierno, como tales, a criticar duramente a ciudadanos con nombres y apellidos. Y decir, además, que esto es algo consustancial a la democracia.

Ahí hay que decir rotundamente que no. Que, sin perjuicio de los derechos individuales de alguien cuando actúa como particular, lo que es un pilar de la democracia no es que los poderes públicos critiquen duramente, o incluso amenacen veladamente, a los medios de comunicación privados o a los periodistas independientes, sino exactamente lo contrario: que los medios puedan criticar al poder político. Utilizar la idea del “cuarto poder” para tratar de equiparar, en su posición jurídico-política, a la prensa con el Gobierno, o incluso para defender el supuesto “derecho” del Gobierno a arremeter contra la prensa independiente, es pervertir las reglas del juego democrático. Por supuesto, la cosa es mucho más grave si, además, se viene a defender un supuesto derecho a insultar a través de las redes sociales; o un deber de soportar el insulto que, además, habría que “naturalizar”. Si hay un ejemplo “de libro” de lo que no permite nunca a nadie la libertad de expresión, este es el insulto. Una afirmación de este tipo, realizada en acto y sede oficial por el vicepresidente, merecería una inequívoca rectificación del presidente, y no solo la expresión (loable) de expresa discrepancia por parte de una sola ministra.